Un día fue nadie

Laura Elizalde

El alrededor instalado sobre sí mismo. El sonido de las olas, el viento del sudeste, la lisura de la playa temprana, inmóvil como un segmento de olvido, una bicicleta negra con manubrio plateado sostenida en el alambre tejido, la desgastada figura de Venus rodeada de macetas con matas de pastos y malvones coral, una carencia de clavos o tornillos en los marcos de las ventanas altas.

El hombre abrió los ojos con cierta codicia, lentamente, una línea de resplandor se propagó sobre la línea de la pupila visible y la oscuridad interior fue cediendo a la rutinaria irrupción de la luz. Retiró las mantas y permaneció un rato sentado en el borde de la cama con los pies colgando.

La pila de libros y una hoja de diario doblada en cuatro sobre la mesa de luz, diez mosaicos más allá de la cama las luces horizontales de los postigos. Tomó el diario, caminó sobre el piso frío y dejó el papel sobre la mesa de la cocina. Por el pasillo en penumbras se dirigió hacia el cuarto de baño. El vigoroso cuerpo desnudo del hombre tenía un andar lento y torpe, era alto aunque no tanto, robusto, como esas figuras que pintó Miguel Ángel en la Capilla Sixtina para ser observadas desde abajo, el pelo tupido, desordenado como sus cejas espesas. El agua caliente se deslizó sobre sus músculos tibios, apenas entreabrió un momento sus labios finos, elevó su mano izquierda y las gotas de agua cayeron en las yemas suaves, rodaron por entre sus dedos sin anillos, bajaron por su muñeca hasta perderse algunas en su codo, otras sobre el muslo en que se dibujaba una vieja cicatriz. No pensaba en nada a esa hora temprana o sí, ejercía el pensamiento como un rumiante estruja el pasto entre la lengua y el paladar y los dientes.

La gran taza de café humeaba, untó unas rodajas de pan con paté, apoyó los brazos en la mesa de cedro y se arremangó la camisa azul, sacó un papel de la caja de metal, volcó un montoncito de tabaco y con sumo cuidado formó entre sus dedos el cigarro de la mañana, no reparó en la azucarera que estaba volcada sobre la mesa. Fumó con cierta impaciencia, develada por el movimiento de sus labios algo resecos, por las venas azuladas bajo la piel de las muñecas y por el tamborileo de sus dedos sobre la doblada hoja de diario. Bebió el café en dos tragos, retiró un gabán azul del perchero, metió la bolsita de tabaco, la caja plateada, el trozo de diario en los bolsillos, miró el reloj de metal de la pared de la cocina. Al salir omitió ponerle llave a la puerta.

Tenía bastante tiempo, aún cuando debía llegar al otro lado de la ciudad, cruzar el puente y recorrer unos pasos más, justo al lado del Café “El viejo Blake”, en el inicio del boulevard de la séptima avenida. Dejó atrás el griterío enérgico de unos chicos que jugaban a la pelota sobre el andén de la vieja estación de trenes, el pasto crecido sobre las vías muertas, el olor a herrumbre de las altas y húmedas fábricas de cristales rotos con cielorrasos de madera donde anidan los pájaros y los murciélagos, las grandes chimeneas negras, impávidas, frías, amontonadas en esa incierta utilidad del pasado. Cruzó en diagonal, caminó lentamente, a veces mirando las veredas rotas, a veces con los ojos en el horizonte cercano, sus pasos tendían hacia el mar.

-¿Sócrates o Platón, el hombre o Dios?-pensó. Buscaban al segundo actor para una pieza de teatro que sería un dialogo entre el Hombre y Dios, ¿Cuál será el segundo actor para el director? masculló.

El resabio de oscuridad de la noche era cada vez menor y la niebla se separó lentamente de la luz del día detrás de los pasos del hombre. Su andar firme y repetitivo bordeó el murallón que da al mar hasta la pequeña plaza de Los Cardinales, miró el gran reloj cerca del monumento a la paz y se sentó en un banco de cemento. Hacía ya demasiado tiempo de su actuación de Judas Iscariote, en aquel teatro abierto en las orillas de Jerusalén. Sacó un papel de la caja de lata y tiró un montoncito de tabaco, el viento soplaba fuerte del sur, así que ejecutó el movimiento de armado del cigarro rápidamente, acomodó la espalda sobre la madera rugosa y dejó sus ojos oscuros primero en el contorno de una mujer que caminaba a orillas del mar y luego en los barcos lejanos que eran como líneas clavadas en el mar, otros más lejanos aún le semejaron puntos sobre el vaivén del agua. ¿A quién interpretaría el segundo actor que buscaban en el aviso del diario? Respiró hondo y el aire inhóspito del mar entró en sus pulmones junto con el placer de la nicotina.

Cuando caminó hacia el puente, divisó a la distancia las puertas abiertas del pequeño teatro, realizó un ejercicio con la voz mientras avanzaba, el sudor, la ansiedad en el estómago, el temor alojado en la garganta recorrió su cuerpo como en cada momento previo a una audición, marchó más rápido con las manos en los bolsillos del gabán, apretando el recorte de diario, la estructura de acero del puente rechinó bajo la suela de sus botas, sintió intensos deseos de fumar, el viento embistió fuerte contra su cuerpo, tenía mucho tiempo todavía para llegar, sin embargo apuró el paso a pesar del peso del viento. Tenía mucho tiempo, lo constató mirando hacia atrás, buscando el reloj colgado en la Plaza de los Cardinales.

Estaba en la mitad del recorrido del puente, el viento amainó, la ansiedad comenzó a sosegarse, la saliva excesiva se apaciguó, su mano izquierda, tiesa y apretada contra el trozo de diario, se distendió dentro del bolsillo, olvidó su deseo de fumar, ese deseo se extinguió bajo una leve sensación de plenitud que también muy pronto dejó de ser importante o adquirió el peso de las mil posibilidades. Ya estaba en los últimos metros del puente cuando miró hacia atrás nuevamente, como un gato, como cualquier otro animal, como la naturaleza misma perdió la medida del tiempo, tardó un poco más, ¿cuanto más? en perder la sensación del tiempo, hasta que finalmente le quedó una tenue, insignificante, idea del tiempo entre otras infinitas ideas alojadas en su mente como en una prolija y ordenada biblioteca llena de letras muertas, eternas. Sus pasos precisos llegaron al final del puente, cuando entró al pequeño teatro un actor lo miró azorado y gritó furiosamente con el rostro enrojecido ¡Impostor, es un maldito impostor! Ni siquiera lo oyó, ni al grito, ni al silencio, tampoco reparó en la penumbra cóncava, escasa, sobre el borde gastado de las butacas de cuero marrón. Cuando subió al escenario del pequeño teatro, se dio cuenta que estaba en el centro de algo que era el mismo, había llegado a la transparencia, miró y volvió a mirar, finalmente, cuando la luz del escenario lo cubrió con un halo amarillo, alcanzó la completa indiferencia, fue Dios.


1 comentarios:

mercedes saenz dijo...

Realmente buenísimo Laura. Y una prosa poética que traspasa cualquier cosa que haga sombra!!!! Un abrazo enorme Merci

Nosthalgia

Robert Bresson